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Innovadores con patente

Innovadores con patente
4 febrero, 2013

La primera patente que le concedieron fue en 1992. No recuerda bien en qué consistía. «Comprenderás que con más de 100 y 150 inventos es difícil recordar», dice Juan Milstein, 65 años, dueño de una fábrica de plástico. Cuando finalmente se acuerda, lo explica como si lo hubiese inventado ayer: era una cuchara con forma de avión para darles el jarabe a los niños. Tan simple, tan fácil, tan a la mano. Como si fuera un juego. Pero se le ocurrió a él.

Desde entonces, ha presentado 39 solicitudes y suma 20 patentes aprobadas, lo que lo convierte en uno de los inventores más prolíficos en Chile para el Instituto Nacional de Propiedad Industrial (Inapi), la oficina del Ministerio de Economía donde se solicitan las patentes y se inscriben las marcas. La mayoría de las ideas exitosas de Milstein tienen que ver con productos hechos en plástico y dice que se inspira mirando lo que ocurre a su alrededor. Qué come la gente. Qué hace. Qué conversa. Un día, sentado en La Paz, Bolivia, apunado por la altura, observó un carnaval en donde la gente jugaba tirándose agua. Ahí se le ocurrió lo que años después sería un «éxito mundial», como lo describe él: un palo de helado que lanza agua, como si fuera una jeringa, que Savory usó en uno de sus productos en 2009. Hoy, ese mismo palo se usa en Egipto, España, Argentina, México, Alemania, Italia, Tailandia, India y Filipinas.

Desde 1840, en Chile se han otorgado alrededor de 40 mil patentes y en los últimos cuatro años ha habido un boom, con un promedio de más de mil patentes anuales, lo que ubica a Chile como el país más innovador de Sudamérica, según el ranking de la Organización Mundial de Propiedad Intelectual –agencia de la ONU con sede en Ginebra–, es decir, en el lugar 39 entre 141 países.

Florencio Lazo (70), agricultor de la VI Región, productor de fruta de Tilcoco, cerca de Rengo, recuerda la fecha con exactitud: 27 de octubre de 1992. La temperatura era alrededor de –6,5° Celsius, una de las mayores heladas que se recuerden. Lazo perdió toda su producción de uvas y un 80 por ciento de sus ciruelas. Las soluciones para ese problema, en el momento, eran helicópteros que tiraban aire caliente con sus aspas, un sistema muy caro de traer. O los llamados ‘chonchones’, estufas que gastan 600 y 700 litros de petróleo para calentar una hectárea. «No hubo cómo defenderse esa vez», recuerda.

En la desesperación, Florencio tuvo una idea brillante. Combinó sus conocimientos de arquitectura –carrera que dejó cuando él tenía 21 años tras la muerte de su padre– y de aerodinámica –es piloto civil y velerista– para desarrollar el Lazo Frost Control Machine.

Unió un tractor con cuatro cilindros de gas licuado y un ventilador centrífugo con dos salidas que calienta el aire frío y lo tira hacia los costados, alcanzando una distancia de 100 metros. Era efectivo –con 15 litros de gas podía calentar toda una hectárea y con una autonomía de 5 horas–, económico –casi $4 millones cada unidad– y simple.

En 2003 obtuvo la patente. Dos años después se ganó el Premio Nacional a la Innovación Agraria. Viajó por el mundo dando a conocer su invención. Dio charlas en España, Francia, Bélgica, Alemania y Portugal. Internacionalmente tiene la patente en varios países europeos, además de Estados Unidos y Sudáfrica. Actualmente hay cerca de 695 máquinas trabajando entre Copiapó y Osorno. Tiene una empresa en Bélgica que vende y distribuye la máquina por Europa.

Lazo es dueño, además, de otro invento: el TPC (Termal Pest Control), un método para tirar aire caliente a las plantaciones para controlar las plagas. Está patentado en 27 países. Una tercera patente viene en camino: un lanzachorros de CO2, como un abono para plantas, lo que permitiría mejorar su crecimiento y eficiencia. Libre de pesticidas y 100 por ciento orgánico. «No es fácil convencer a la gente. Son proyectos muy rupturistas», dice.

Alfredo Zolezzi (54) ganó al premio Avonni por su trayectoria en 2012. Fundó el Chilean Advanced Innovation Center en Viña del Mar. Y creó uno de los inventos más relevantes que han salido de las fronteras de Chile en los últimos años, por la que le dieron la medalla Yuri Gagarin de la Academia Rusa de Ciencias de Ingeniería y ha sido destacado por The Washington Post, Reuters o The Chicago Tribune. «Hemos puesto a Chile en el radar de la innovación», dice.

No fue un niño genio en el colegio. Sí le gustaba crear cosas y cuestionar lo establecido. Él se define como una persona normal que estaba en el momento correcto cuando se le ocurrió su idea: trabajaba en mejorar la calidad del crudo mediante un generador de plasma no térmico en flujo continuo, parecido al gas. Era la primera vez que se creaba plasma de esa manera en el mundo y tuvo un momento de reflexión. «Qué es lo que Dios me quiere decir con esto. Porque a mí, que no tengo nada, me dio el talento para lograr estos objetivos», pensó. Concluyó que ese talento y creatividad le podía servir no sólo para ganar dinero, sino que para ayudar a la gente.

Decidió aplicar el mismo método con agua de alcantarilla. Con su invento pretende cambiar la historia de millones de personas que viven en la pobreza, mediante un sistema de purificación llamado Plasma Water Sanitation System (PWSS), que sanitiza el agua sometiéndola a alta presión y a un campo eléctrico que la transforma en partículas de plasma, eliminando el 100 por ciento de las bacterias o microbios. El costo de este invento se aproxima a los $100 mil, uno de los más baratos del mundo; tiene la capacidad para purificar cerca de 7 litros por minuto y 10 mil litros en 24 horas y no requiere mantención: si se agota la cámara de reacción, donde se genera el plasma, puede ser cambiada como si fuera una batería.

En 2011 le produjo alegría y emoción ver cómo un pequeño grupo de pobladores del campamento Fundo San José en Santiago podían beber un líquido cristalino y puro desde la llave, algo que no habían podido hacer hasta entonces. Eso fue gracias a que Zolezzi donó la licencia de su invención a la Fundación Techo, para que lo implementen en Chile y Latinoamérica. El PWSS está patentado en Estados Unidos y en varios países del mundo.

Cien visas de trabajo, subsidios estatales y un plan para reclutar científicos que se instalen en las oficinas de la NASA y creen un centro de innovación. Eso le ofreció el gobierno estadounidense a Zolezzi. Lo rechazó, dice, al ver que la burocracia estadounidense interrumpiría su proceso de creación. Les propuso crear un centro en su natal Viña del Mar, donde estudió diseño industrial en la Universidad Católica de Valparaíso. Ese fue el nacimiento del Chilean Advanced Innovation Center que él dirige.

Allí se realizan proyectos en torno a la superconductividad y se desarrollan sistemas para sanitizar agua para cultivos de salmones y para riego de cultivos orgánicos. Sobre el purificador, Zolezzi dice que quieren cerrar contratos para masificarlo: están en conversaciones con corporaciones multinacionales para que fabriquen unidades de bajo costo y que se permita distribuir globalmente. Tiempo atrás le dijeron que tenía un complejo mesiánico. Para él fue un insulto: «Nos hemos vueltos todos ciegos. La gente ve lo que quiere ver: no ve el sufrimiento, la desigualdad. Es una manera de responder a una vida plena que he tenido».

Pedro Medina (55) estaba en un velero, en la soledad del océano, con mucho tiempo para pensar. Con 25 años de experiencia en el área de la pesca, sin haber ido a la universidad, su empleo le enseñó a interpretar los secretos del mar, las olas, la energía que producen y cómo funcionan las corrientes. Ese día, dice, la tranquilidad le permitió ordenar las ideas que tenía en su cabeza desde hacía mucho tiempo.

Así fue como se le ocurrió un sistema para transformar la energía de las olas en energía eléctrica: las poleas, que están en una estructura metálica en tierra, unidas por una cuerda a las boyas, giran por la acción del mar y con eso accionan un volante conectado a un generador. Y listo: electricidad sustentable.

Le concedieron la patente en 2011 y desde entonces ha probado prototipos en varias partes de Chile. El propósito, dice, es que este artefacto les sirva a comunidades costeras alejadas. Estima que la batería, en un consumo normal, dura alrededor de un día y que la carga completa demora 18 horas. El costo de hacer uno de estos dispositivos para 30 casas es de $25 millones.

Hoy Medina tiene cinco patentes, dos en el extranjero y tres en el país. La patente chilena protege su propiedad intelectual por 20 años en territorio nacional, mientras que la internacional depende del país. Y tiene más ideas, cómo un desalinizador de agua que funciona con la energía de las olas. También desarrolla un sistema para captar energía de las corrientes en el Canal de Chacao. «Más que hacerme millonario, yo quiero desarrollar una tecnología para mejorar la calidad de vida de las personas», dice.

Carlos Carreño, 47 años, es dueño de una empresa de seguridad y un inventor prolífico. Se le ocurrió una jaula para salmonicultura, un bastón láser para ciegos, una bomba de espuma para combatir incendios forestales y una góndola para evitar el robo hormiga en el supermercado. Entre el 2000 y 2007 presentó ante el Inapi 38 peticiones de patentes. Era la persona natural con más solicitudes. Sin embargo, sólo una prosperó: un casco con cámara en la frente, que puede transmitir las imágenes en forma inalámbrica.

En 2003, durante una protesta estudiantil en el gobierno de Ricardo Lagos, Carreño se dio cuenta que los carabineros usaban cámaras para poder identificar a los encapuchados, pero la imagen siempre era poco clara. Entonces se le ocurrió poner una lente del tamaño de una punta de lápiz en el casco, que transmite las imágenes hasta un carro policial y desde allí a internet.

La patente le fue concedida en 2008, pero antes debió enfrentar un problema con la Intendencia de Santiago, que en 2004 anunció que implementaría un nuevo sistema de seguridad con un dispositivo similar al que él había presentado. Carreño dice que le comentó la idea a la Intendencia mediante una carta en 2003, pero desde el organismo dijeron que eso nunca ocurrió, porque no quedó registro sobre esa entrega. El conflicto llegó a tribunales y el fallo se conocerá recién en marzo próximo.

Con el registro en mano, ha estado en conversaciones con algunas empresas ligadas a la minería y algunas ramas de las FF.AA. para comercializar el casco una vez que se resuelva su demanda. También tiene en curso dos patentes internacionales –un dispositivo que permite prender y apagar la iluminación de una casa y un sistema para generar energía eléctrica con la fricción de los trenes– mediante la Patent Cooperation Treaty (PCT), un tratado que suscribió Chile en 2009 y que puede proteger la propiedad intelectual de sus inventos en varios países. «Planeo formar una empresa de innovación. Tengo un montón de patentes para desarrollar», dice.

No siempre las buenas ideas son bien recibidas al principio. Muchos de los inventores se enfrentan a la incredulidad y a un engorroso sistema para registrar su propuesta.

Hay que llenar formularios, hacer una memoria descriptiva del invento y elaborar un «pliego de reivindicaciones» –con los aspectos novedosos del producto–, antes de que el Inapi examine la idea y haga las observaciones, si las hay. Sólo entonces se puede publicar en el Diario Oficial, con lo que comienza la segunda parte, en que un perito examina la invención y ve si cumple con los requisitos para patentarla.

El proceso puede llegar a costar hasta 800 mil pesos.

Rodrigo Alonso (41), diseñador gráfico, es un inventor conocido gracias a la fama que alcanzó con Selk’bag, un saco de dormir con la forma del cuerpo. En su oficina de Porta4, su empresa de diseño, tiene varias de sus creaciones: una silla de plástico reciclado, una taza de cerámica con forma curva, unos zapatos que se pueden aplanar y la bolsa de dormir

En 2005 decidió patentarlo. «Hasta ese momento el proceso de patente era extremadamente engorroso, latero, confuso y hostil», dice. Recuerda que los peritos del Inapi que evaluaron su invento no tenían los conocimientos técnicos y que, incluso, le dijeron que se parecía a «un pijama para niños». Tuvo que contratar un abogado para apurar el proceso. Cinco años después y casi 3 millones de pesos en gastos, le dieron la patente. «Deben haber instancias en que se ayude a la gente a registrar, porque estás generando productos para el desarrollo del país. Pero creo que vamos en buen camino y ha habido más apoyo», dice.

Hoy, el Selk’bag lo usan desde enfermos terminales que necesitan mantener su temperatura corporal hasta gente en festivales de rock que duran varios días. En Chile, sin embargo, hubo más reticencia a aceptarlo: «Yo creo que aquí hay un miedo feroz a todo lo nuevo –asegura Alonso–, somos buenos para copiar y pocos arriesgados. Somos un país con muy buenas ideas, pero no innovador».

Pablo Zúñiga (33) no entendía nada sobre el proceso de inscribir un invento. Menos el lenguaje con que había que llenar los formularios. Empezó a hacerlo por su propia cuenta, acudiendo a la biblioteca para leer sobre patentes y preguntándole a gente que sabía del tema. Postuló y pasó por informes, respondiendo a los peritos, haciendo correcciones, aprendiendo el lenguaje técnico. Finalmente, en 2011, tras seis años, le concedieron la patente por su idea: un ataúd desarmable.

Zúñiga estaba desarrollando su proyecto de título para la carrera de diseño industrial, asesorando a una empresa que fabricaba féretros, cuando vio en la televisión la noticia de la tragedia en Antuco, en el invierno de 2004, donde murieron 45 conscriptos. «Me di cuenta de que Chile no estaba capacitado para catástrofes al no tener el stock necesario de ataúdes. Porque el proceso de fabricación es muy lento y artesanal», explica. Donde trabajaba se hacían alrededor de seis ataúdes diarios.

Se le ocurrió, entonces, cambiar el proceso de construcción y decidió separar las partes, de manera de poder desarmar y embalar el ataúd para transportarlo fácilmente. «Esta era una industria donde no se había innovado en casi 50 años», explica. Su idea se ha presentado en bienales de diseño en Santiago y Madrid y en varias universidades del país.

Innovar en áreas impensadas es lo que hizo también Jorge Velasco (71). La idea se le ocurrió en 2007, estando en terreno, recorriendo las construcciones de edificios. Velasco, ingeniero civil, observó que los trabajadores tenían que desplazarse mucho para ir al baño y, por ende, perdían valioso tiempo de trabajo. Esto era debido a que los baños químicos que están en esas obras se encuentran en el primer o último piso.

La solución fue hacer un urinario unido a una caja con ruedas para su fácil desplazamiento y que se puede conectar al desagüe o a unos bidones para acumular los desechos, todo de plástico. «La ventaja es una economía de tiempo de los trabajadores: existe una productividad mayor», dice Jorge. También observó que había poca higiene en las construcciones. Puso un lavamanos en la parte superior, que se activa al apretar un botón con el pie. Esto permite lavarse las manos y, con la misma agua, higienizar el urinario. Tiene comercializadas aproximadamente 400 unidades –hoy arrienda el producto en obras de construcción y eventos masivos como conciertos– y fabrica unos cinco al día. Actualmente está a la espera de que le otorguen las patentes internacionales.

Cristián Donoso (50) comenzó a trabajar una vez que salió del colegio, no pasó por la universidad, estuvo más de 26 años en 3M, hoy tiene una fábrica de productos desechables y un día, pensando en cómo mejorar los días de su amigo José Muzard, quien se había accidentado en moto, diseñó un joystick con ventilador para simular diversas condiciones del videojuego.

Ya tiene patentado el control en varios países mediante el Patent Cooperation Treaty (PCT), pero en Asia ha tenido problemas. «No tenemos recursos para pelear con las grandes compañías de videojuegos, que generaron una oposición con la patente», explica. En Chile su patente está en trámite aún, tal como le pasa a Alejandro Corvalán (52). Él muestra orgulloso dos premios que están en su oficina: uno es de un concurso de patentamiento de la UC en 2008 y otro es el Avonni 2011 en el área salud. Los dos los ganó por descubrir una forma precoz para detectar el cáncer gástrico, una de las primeras causas de muerte en Chile y en muchos países de la zona del Asia Pacífico.

Corvalán es médico general y se especializaba para ser oncólogo, cuando decidió ser investigador. Fue ahí que observó una realidad en los pacientes con cáncer gástrico: diagnósticos tardíos en pacientes que presentaban síntomas evidentes. «Si uno fuera capaz de detectar el cáncer gástrico más tempranamente, sería totalmente curable», pensó.

Con esto en mente, postuló en 2003 a una investigación Fondecyt para descubrir marcadores de una variante más agresiva del cáncer gástrico. Sin embargo, se dio cuenta de que todos los pacientes poseían un fragmento de ADN libre en su sangre. «Lo original fue atrevernos a explorar una nueva forma de pensar el problema», dice.

Para él, esto es algo en potencia para ser desarrollado. Por eso ahora está con un proyecto Fondef, que partió en 2011 en Molina, cerca de Talca, donde existe una alta mortalidad por este cáncer, estudiando a 3.000 personas sanas para poder ver cuántas veces el biomarcador puede detectar la enfermedad correctamente.

Fuente : El Mercurio