La sobrevivencia de los caracoles de Providencia
El año 1975 arrancó con la recesión arreciando el PIB anual caería en 17% y el toque de queda sin novedad. Razón de sobra para que el municipio de Providencia orgullosamente inaugurara un edificio comercial inédito, que se convertiría en paseo urbano de primer orden e imán para el lolerío que ya había colonizado espacios como el Drugstore.
Inspirado en el Museo Guggenheim de Nueva York y en la tienda V.C. Morris de San Francisco, ambas de Frank Lloyd Wright, el arquitecto Melvin Villarroel había intentado por años plasmar en el centro de Santiago una idea que se le terminó autorizando en Nueva Los Leones 030. Una «propuesta volumétrica con capacidad de expresión plástica», ha señalado el arquitecto Marcelo Sarovic, que controla la luz directa y la indirecta desde lucarnas, o techos vidriados. Inscrito como una especie de sombrero que toma con gracia y funcionalidad la pendiente de las veredas adyacentes, el Caracol Los Leones se instalaba con una pista de patinaje en el subsuelo. La gente recorría en espiral, mirándose unos a otros, un edificio de 61 locales diminutos que avanzaban hacia la fuente lumínica. Una versión de la «arquitectura del vacío» propugnada por Villarroel.
«El edificio es una observación del lugar y hace, por lo tanto, genuina arquitectura», comenta el arquitecto Sebastián Gray. «Fue un éxito tan grande, que todo el mundo se entusiasmó con el negocio. De ahí la irracionalidad inmobiliaria de repetir el modelo ad nauseam».
Fue una moda breve, pero intensa. Con locales comprados «en verde», se construyeron caracoles de Antofagasta a Magallanes y algunos, como el de Antofagasta, siguen hoy convocando a un público considerable. No es el caso del Caracol Los Leones, a cuya segunda palabra le faltan la «o» y la «s» en un letrero posado encima de un sex shop. El pionero sigue en pie, pero basta mirar al otro lado de la calle, donde se alza el mall Costanera Center, para constatar la diferencia brutal de proporciones entre nuevas y antiguas pautas de consumo, entre distintas escalas de ciudad. Una vez adentro, se asiste a un espacio apagado, donde a las 4 de la tarde de un lunes la mayor parte de los locales están cerrados, incluso los que profesan estar ocupados. La antigua lucarna evidencia deterioro y bajo ella hay tendida una malla, como las que se usan en el rubro de la fruta. En el subsuelo, donde La Nona Jazz cobijó a la vanguardia musical de los 80, hay un restorán peruano para oficinistas.
Esta última es la función de varios de los subsuelos de los caracoles de Providencia, que son ocho o nueve, según cómo se los cuente. Que sobreviven sin mucha épica y que ya no son el paseo que fueron, aunque hay quien los mira con cariño y les ve aún la utilidad.
La idea del creador del Guggenheim era que la gente subiera en ascensor y bajara «caracoleando». Y sus émulos de Providencia permiten lo anterior, pero una cosa es ir al museo y otra ir a comprar. Para Germán Bannen, asesor municipal en materias urbanísticas, «lo atractivo de una estructura comercial es que no sea limitadora, que sea un lugar por el cual uno puede pasar, detenerse si quiere, o seguir, pero no que al llegar al tope tenga que volver». El comercio, agrega, funciona pasando a través y no devolviéndose, lo que a su juicio revela el problema que enfrentan los caracoles.
No todos, eso sí, pues las múltiples salidas y pasadas de Dos Caracoles lo mantienen en pie con casi 150 locales. Pero en la otra esquina de 11 de Septiembre y Nueva de Lyon, el cuadro es distinto: el Portal Lyon, con entrada/salida única, alberga a tribus urbanas, pero ha pasado largos períodos de agonía, haciendo honor a lo de los «edificios–problema», como a veces se caracteriza a los caracoles: «Por su peculiar forma rígida (planos inclinados y gran vacío interior) no pueden ser convertidos en otra cosa fácilmente, a diferencia de un edificio de plantas libres», señala Gray. Y no pueden «salir a la calle», como lo están haciendo los malls con bulevares.
Otra mirada es la de Mario Marchant, profesor de la Facultad de Arquitectura de la U. de Chile y responsable del Proyecto de Investigación Iniciación VID 2008 de la misma casa de estudios, que se aboca al estudio de estas edificaciones. Para Marchant, el caracol, después de los pasajes, galerías y patios comerciales, es la etapa terminal de la concepción tradicional de una ciudad para peatones, ejecutada en un minuto en que el parque automovilístico era escaso. «La inauguración del Parque Arauco es el comienzo del fin de los caracoles», añade Marchant, quien en su investigación los considera «sistemas vivos» que ya no tienen los usos de ayer, pero que pueden tener otros que no calzan con el perfil de los malls: salones de tatuaje o de piercing y hasta sex shops.
Así, el carácter «temático» de los caracoles los mantiene con vida: la idea de ir por algo específico, o por mucho de lo mismo. Eso, más que ir a ver qué puede uno encontrar, como quien sigue la ruta del caracol.
Fuente : La Tercera